Ante la mujer Salomé Ureña
Por Rafael García Romero
Un día después de conmemorarse el Día Internacional de la Mujer, o sea, mañana, se cumple una fecha importante para la educación, para la poesía y la cultura nuestra. Se trata del 110 aniversario de la muerte de Salomé Ureña, quien falleció el 9 de marzo de 1897.
Mucho se ha dicho de ella como progenitora de los hermanos Henríquez Ureña: Fran, Pedro, Max y su única hija Camila, quien fue bautizada, además, con un segundo nombre, el de su madre Salomé, y quien vivió desde los 12 años en Cuba, hasta su vida adulta, cuando, sin saberlo, regresaría a morir a República Dominicana.
Nadie amaba tanto escribir como Salomé, con esa gracia, con ese estro y entrega tan sublime, aún inspirándose en temas tan domésticos y familiares y sencillos. No sé de otra poetisa que todo le interesara para convertirlo en poesía, como si estuviera en conexión íntima con el alma de las cosas y conversara en secreto con ellas. La poesía era su vida, igual que la educación y los libros. Disfrutaba y era consciente de su responsabilidad como poetisa, como maestra y lo que conllevaba transmitir valores, muchas veces sus propios valores, a un puñado de discípulas. Ningún desafío la arredraba. Era una mujer de temperamento reflexivo, dinámica, atenta y previsora, con determinación, totalmente resuelta, dueña de un fuero interior indoblegable.
Era un tipo de mujer muy singular para su tiempo, con ideas y cualidades no muy aceptadas. Y muchas veces aceptadas a regañadientes. Grande y fuerte –como la llamó Leonor M. Feltz- templada al fuego del más ardiente patriotismo. Sabía lo que tenía que saber y vivía de acuerdo a los dictados de su inteligencia; y por supuesto, sujeta a sus propios valores humanos.
Hay un periodo lejano en la vida de Salomé, poco tratado y muy importante desde el punto de vista humano. Se trata de los años de estudios de medicina de su esposo Francisco Henríquez Y Carvajal en Francia. Se había marchado en 1887. Viajó a Europa, radicándose en París hasta el año 1891. En la Universidad de París obtuvo el doctorado en Medicina.
Ese periodo europeo de Pancho, como Salomé le decía, se extendió cerca de cinco años; y fue funesto para Salomé, marcaría su vida, el matrimonio y casi destruye la familia que dejó en República Dominicana. Nos presenta a Salomé Ureña en todo su proceso de desplome emocional. Nos muestra –a través de las cartas que se cruzan– una mujer al borde de la desesperación, presa de una terrible depresión, fruto de la soledad, el abandono y la lejanía de su marido.
La distancia y una enfermedad alteran de manera inimaginable el orden de los sentimientos y la profundidad de las emociones; y para ese tiempo Francisco Henríquez y Carvajal estaba lejos, en París; y Salomé aquí, enferma.
En la novela “Ruinas”, de mi autoría, hago un vivido y detallado recuento de tal periodo. De soledad, de defensa e interés por la salud y la educación de Salomé por sus hijos, de mayor entrega y dedicación al Instituto de Señoritas, que impulsaría una preocupación diferente por la educación, superación intelectual y en valores de la mujer dominicana. Un hito, algo nunca visto en la historia de la educación dominicana hasta que su fundadora abrió sus puertas en 1881.
Hay un momento de gran impacto en la novela “Ruinas”. Y que yo transfiero a los lectores, a través del tercer hijo del matrimonio: Max Henríquez Ureña. Se trata del regreso de Francisco Henríquez y Carvajal a República Dominicana.
“Llegó papá”, dice Max. “No me resultó fácil comprender el alcance emocional de aquel acontecimiento, el verdadero significado de su regreso. Yo, al principio, pensé que se trataba de un acontecimiento sencillo, sin ninguna repercusión inmediata. Pero qué equivocado estaba. “¡Papá regresó!”, pensé; y entonces lo comprendí todo de repente. Terminó la noche y empieza un nuevo día, llegó a su fin una parte absurda y dolorosa de nuestra familia. ¡Vaya! Pasaron muchos años para que lo entendiera, para darme cuenta qué significó para mamá, y para nosotros, el regreso de papá”.
Y pasa a describir la inusual alegría de su mamá, ese día, a la hora de recibirlo:
“El día indicado mamá se puso un vestido elegante, majestuoso, de seda y algunos motivos bordados en rosado, digno para tan memorable ocasión. Tomó el frasco del último perfume que había enviado papá de París y se impregnó de el, con esmero. Cuando salimos olía a rosas y se veía intranquila, algo apresurada. No lo creía. No creía que al fin se iba a reunir con papá, después de más de cuatro años sin verlo y tantas cartas con promesas incumplidas, y viajes pospuestos y recibimientos soñados y cancelados, bañada en un mar de lágrimas que se llevaba, violentamente, un mar de sueños, con más lágrimas e hinchados los ojos. Estaba tan intranquila en medio del tumulto del puerto que hasta papá, cuando la alcanzó a ver, se dio cuenta”.
En sus últimos días Salomé se aferraba a la vida. Quería vivir, amaba a su esposo, soñaba con ver adultos y profesionales a sus hijos; quería escribir, retornar a las aulas, quería tantas cosas y tenía mil razones para vivir, pero ya no podía retener la vida, quería sonreír, pero la tristeza la consumía, salía a borbotones de cada poro de su rostro.
Murió todavía joven, a la edad de 47 años, debido a los estragos que le causó la tuberculosis.
Periódico Hoy-República Dominicana
Jueves 8 de Marzo del 2007
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